Historia de Roma
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Augusto, el primer emperador

El arquitecto del nuevo régimen

 

Augusto utilizó profusamente la iconografía para reforzar la legitimidad de su poder. En esta pieza (llamada "Gemma Augustea", 22 cm. de ancho, tallada hacia el año 10 a.C.), aparece representado como Júpiter, sentado junto a la diosa Roma.

La sucesión de Julio César

Ante el cadáver de César y los ojos del pueblo, Marco Antonio –al que todos creían su sucesor natural- rompió los sellos de su testamento. Julio César adoptaba a título póstumo y dejaba como único heredero... al joven Cayo Octavio (conocido después como Augusto). Todos quedaron atónitos, especialmente el defraudado Marco Antonio.

Cayo Octavio apenas tenía 18 años, y era un joven inteligente y reservado, de aspecto enfermizo, pariente lejano de Julio César, en quien el dictador creyó descubrir las extraordinarias cualidades que Roma necesitaba. Y no se equivocó.

Octavio gobernó Roma junto con Marco Antonio, hasta que consiguió deshacerse de él, en la última de las guerras civiles que asolaron la República. La victoria sobre Marco Antonio y Cleopatra (su aliada y amante), el año 31 a.C., colocó Roma en sus manos. Habían pasado 13 años desde la muerte de César.

El arquitecto prudente del Imperio

Todos eran conscientes de que Augusto se proponía ocupar el poder en solitario, pero él, astuto y prudente, nunca lo proclamó abiertamente. Mientras iba edificando el Imperio, repetía sin descanso que todas las modificaciones estaban destinadas a mejorar el funcionamiento de la República.

Las reformas, lentas y escalonadas, se espaciaron cuidadosamente durante décadas a lo largo de su extenso reinado, de más de 40 años. Al principio, llegó incluso a fingir que abandonaba la vida pública para devolver la normalidad a la República. Cuando la ciudadanía y el Senado, sabedores de que sólo él los separaba de una nueva Guerra Civil, le suplicaron que renovara su mandato, sólo permitió una prórroga temporal, y tardó mucho tiempo en aceptar del Senado un poder indefinido.

Exhaustos tras un siglo de enfrentamientos civiles, proscripciones y matanzas, Roma concedió todo su apoyo a ese hombre sereno y prudente, que ofrecía paz y orden a cambio del dominio del estado.

La fecha para el comienzo del Imperio suele fijarse en el año 27, momento en que el Senado le concede el título de Augusto, un calificativo de carácter religioso, que elevaba a su portador por encima del resto de los hombres. Éste también pasó a ser el nombre del octavo mes del año, aquel en el que había nacido el salvador de Roma.

Respetando la idiosincrasia romana, que detestaba profundamente la monarquía, Augusto supo combinar con inteligencia tradición y renovación al crear el Imperio, una nueva forma de gobierno en la que el emperador no sería un rey, ni un tirano, sino el primero de los senadores, destinado a velar por el bienestar de todos.

Una edad dorada

Como un reflejo de la paz pública y de la bonanza económica, el reinado de Augusto inauguró la época más brillante de la cultura romana. Algunas de las figuras más destacadas de la literatura: Virgilio, Ovidio, Tito Livio... cantaron las excelencias del nuevo orden. Sus obras, armoniosas y equilibradas, constituyen el período de más puro clasicismo en el arte y la literatura romanas: una edad dorada a la que los autores de todas las épocas acudirían una y otra vez con añoranza.

Aliviada tras el infierno de las Guerras Civiles, todo en la ciudad proclamaba el nacimiento de una nueva era de paz y prosperidad, la gloria del Imperio y la llegada al Mediterráneo de la Pax Romana.

 

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