Historia de Roma

Después de Trasimeno

Roma en estado de shock

 

El lago Trasimeno, donde había tenido lugar la masacre del ejército romano, se encuentra a unas cinco jornadas de Roma. En el campo de batalla habían dejado la vida quince mil soldados, y el propio cónsul de Roma Cayo Flaminio.

La lucha había comenzado con las primeras brumas del día. Pocas horas después, las aguas del lago se hallaban teñidas de sangre, cientos de cadáveres -algunos decapitados- flotaban junto a la orilla, mientras en tierra firme los cuerpos se esparcían por todos lados. Durante el resto del día, los cartagineses se ocuparon de enterrar a sus muertos, rescatándolos cuidadosamente de entre los montones de cadáveres. Aníbal buscó también con detenimiento el cuerpo del cónsul romano para tributarle honores fúnebres, pero no pudo dar con él.

Entre los supervivientes, Aníbal permitió a los aliados de Roma regresar libremente a sus hogares, encargándoles que proclamaran a sus conciudadanos que él estaba de su parte, que no venía a someterlos sino a liberarlos del yugo de Roma. Los romanos, en cambio, fueron hechos prisioneros y esclavizados.

Sin embargo, varios miles habían conseguido huir, dispersándose en desbandada por toda Etruria y reuniéndose en diversos grupos que, poco a poco, fueron llegando a Roma.

Las primeras noticias del desastre sumieron a la ciudad en una gran confusión. La gente se apresuraba hacia el foro en busca de información. Las madres, presas del pánico, detenían a los que corrían por la calle para preguntarles a qué inesperada derrota se referían los rumores y qué había sido del ejército. La muchedumbre que se reunió en el foro reclamaba la presencia de algún magistrado que pudiera proporcionar explicaciones más precisas.

Por fin, poco antes de la puesta de sol, el pretor urbano subió a la tribuna de oradores y anunció escuetamente: pugna magna victi sumus, hemos sido vencidos en una gran batalla. Nada más concreto se oyó de sus labios, pero cuando volvieron a sus casas todos sabían ya que gran parte del ejército de Flaminio había perecido en la batalla, junto con el propio cónsul, y que Aníbal se encontraba cerca de Roma.

Los que tenían algún allegado a las órdenes del cónsul comenzaron a albergar los más negros presagios. A lo largo de los siguientes días, a las puertas de la ciudad se concentró una gran muchedumbre, madres y esposas de los soldados en muchos casos, esperando de los grupos de supervivientes que iban llegando a Roma alguna noticia sobre la suerte de los suyos.

Roma se hallaba en una situación desesperada: uno de los ejércitos que la defendían había sido aniquilado junto con el cónsul que lo dirigía; el otro cónsul se hallaba separado de Roma por el ejército de Aníbal. Era urgente tomar medidas. Los pretores retuvieron al Senado en la Curia durante varios días, desde la salida del sol hasta su ocaso, para que debatieran el nombramiento de un general y las medidas militares más efectivas para poder resistir a Aníbal.

No se había llegado todavía a ninguna resolución cuando un nuevo revés vino a agravar aún más la situación: cuatro mil jinetes enviados por el otro cónsul, Servilio, contra Aníbal, al enterarse de su posición, habían sido rodeados en Umbría y aniquilados.

Ante esta situación, la ciudad recurrió a un remedio extremo, del que hacía tiempo que no echaban mano, pues provocaba siempre un rechazo instintivo en el pueblo romano: la designación de un dictador. Designar un dictador suponía que el resto de las magistraturas que llevaban asociado el imperium, la capacidad de mandar tropas, quedaban en suspenso. El destino de Roma pasaba a depender de un solo hombre.

El elegido fue Quinto Fabio Máximo, y como lugarteniente suyo Minucio Rufo. El Senado les encargó la tarea de organizar la defensa de Roma: reforzar sus murallas, colocar retenes en puntos estratégicos, cortar los puentes de los ríos... medidas que al final se demostraron vanas, pues Aníbal no marchó contra Roma.

Cfr. Tito Livio XXII 7.1 - 8.7

 

 

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